El viaje continúa sin sobresaltos, suben unos skaters y después dos chicos con banderas de Talleres. Cuando vamos llegando al estadio nos paran unos policías. El colectivo se detiene a un costado; los efectivos suben y los hinchas (en su gran mayoría chicos y chicas adolescentes) bajan para ser cacheados. El trato de los policías para con los “sujetos sospechosos” es despectivo y un tanto prepotente, el criterio para decidir quién es revisado y quién no, totalmente arbitrario: portación de cara. Pasados unos minutos, los simpatizantes de Talleres suben de nuevo al colectivo. Casi nadie les devuelve el asiento, ni siquiera a un hombre bastante mayor que venía viajando sentado. Recorremos unos absurdos cien metros y nos detenemos frente al Chateau. La mayoría de los pasajeros descienden, dejando el colectivo prácticamente vacío.
Me siento delante de los skaters y escucho que suspiran, como aliviados. “Son negros de mierda”, dice uno de ellos. Y luego argumenta: “Porque ser negro es algo que se elige, y a estos negros les gusta que los pare la policía”. Como no quiero seguir oyendo la conversación, me mudo a uno de los asientos de atrás y desde allí observo a los demás pasajeros. Un chico vestido con ropa deportiva de tenis saca su iPhone y sintoniza el partido, que está por comenzar.